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Yo, también | Cuentos imaginativos y nihilistas utiles para pensar
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Cuentos cortos imaginativos y nihilistas

Yo, también

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Las relaciones de pareja son muy complejas. Personalmente he tenido varias. Concretamente cuatro. Ya sé que para mí edad no son demasiadas puesto que salgo a una cada quince años y descontando los años inhábiles salgo a una cada diez años. La verdad es que no me preocupa este hecho (me refiero a la frecuencia) y más cuando no hay estadísticas con las que compararse.

Lo cierto es que empecé un poco tarde. La primera duró mucho, demasiado diría más de uno. Después, todo se aceleró. Mi promedio de una cada treinta años pasó a ser de una cada año y poco. En eso estaba entonces.

Cada relación ha sido diferente. La primera fue un matrimonio de los de antes, de esos que acaban muriéndose porque no hay amor que aguante treinta años ( sobre todo si nunca ha existido).

Después vino una de esas relaciones que están muy bien con quince años pero, cumplidos los cincuenta, dejan de funcionar a los pocos meses. No es que se mueran las mariposas que aletean en tu estómago, es que nunca han existido, ni siquiera en tu imaginación. Llega un día en que te das cuenta, miras a la persona que está a tu lado en la cama y te preguntas que hacéis allí. Sobre todo que haces tu.

La siguiente y penúltima fue una historia en las que te invade la pasión. Te sientes arrastrado, no sabes decir que no (¿para que vas a decir que no?) y todo se va complicando hasta un día te dicen que será muy bonito compartir la misma habitación en la residencia de ancianos; o que te pondrán ese traje azul que tanto te gusta, cuando te mueras, para que estés muy elegante y muy guapo en el ataúd, y así te vean todos tus amigos y familiares. En ese momento piensas que, por muy bien que te lo haga en la cama, pasarte los próximos quince o veinte años esperando que decoren tu cadáver de forma excelsa no es lo que esperas de la poca, o mucha, vida que te quede.

Dispuesto a no volver a caer más en estos errores me planteé seleccionar con mucho rigor mi próxima pareja. Diez días después de este planteamiento ya estaba esperándola en la planta baja de la Illa. No la conocía de nada, simplemente había sido la primera en enviarme un mensaje después que me hubiese apuntado en el Meetic.

Ella era rubia, con una melena que le tapaba media cara. Alta, casi tanto como yo, con los tacones que llevaba. Guapa de cara, con un cuerpo impresionante. Enseguida congeniamos, pues era muy simpática, habladora e inteligente. Habíamos quedado a las seis de la tarde y estuvimos juntos hasta pasadas las doce. El segundo día nos fuimos a pasear por los alrededores de la catedral y escuchamos flamenco en los Tarantos. Después nos fuimos , sin cenar, a un hotel de moda y no dormimos hasta después de que saliese el sol. Desde aquel momento desee vivir con ella.

A la semana siguiente, sin haberlo hablado pero si deseado, se presentó a media tarde con una maleta, una pequeña mochila en la espalda y una bolsa de plástico con dos pares de zapatos. Simplemente me dijo que había decidido vivir conmigo, que sabía que yo lo estaba deseando.

Fue una buena idea. No es que yo sea una persona especialmente dejada, pues aunque una mujer viniese cada semana a limpiar, yo me cuidaba de tenerlo todo ordenado, de plancharme las camisas y nunca me acuesto sin tener la cocina recogida. No soy un dechado de virtudes pero, puedo decir orgulloso, que comparado con otros divorciados soy el que tiene la casa más ordenada y limpia. Nunca ha supuesto un problema llevarme a un ligue al apartamento pensando en cómo dejé el dormitorio, el baño o la cocina. La cuestión es que de inmediato se notó la mano de una mujer en la casa. Empezamos a usar mantel para comer; aparecieron jarrones y flores por todos lados; en el baño siempre eran del mismo color la toalla de la ducha y la de las manos y el armario se llenó de camisas limpias y planchadas a la vez que la cesta de la ropa sucia se vaciaba de ellas. Ella complacía todos y cada uno de mis gustos.

Al poco de estar en casa, estaba yo mirando los estrenos en el iPad y me llamó la atención Mud. Me gustaron las citicas en que se hablaba de Mark Twain, de Tom Sawyer o de Huckleberry Finn. Me acabó de decidir la crítica de Boyero en El País hablando muy bien de ella. Me cogieron ganas de ir a verla. En eso apareció ella y me dijo “hay una película muy interesante que me gustaría ir a ver” ¿Cuál? le dije yo. Mud, me contestó.

Ella era una persona encantadora. Viviendo a su lado me sentía igual de cobijado como había estado de niño, sobre el pecho de mi madre. Me comprendía, me mimaba, todo eran atenciones hacía mí. Nunca había sido tan feliz. Ella no trabajara, así no llegaba cansada a casa, ni tenía esas preocupaciones que sueles tener trabajando. No tenía problemas de tener que levantarse pronto o de acostarse temprano. La falta de ingresos por su parte no era un problema puesto que yo, ¿lo he dicho antes? tenía un buen trabajo, ahorros suficientes para permitirnos los lujos que quisiéramos y un patrimonio que me daba toda la tranquilidad del mundo. Me gustaba que ella no trabajase, a pesar que en un principio me encontrase incómodo. A ella le había incomodado más incluso que a mí y había dedicado mucho tiempo buscando trabajo. Enviaba currículos, concertaba entrevistas y llegó bastante adelante en un par de procesos de selección sin suerte al final. Yo, podía haberla ayudado con un par de llamadas a conocidos míos pero no lo hice porque cada día me gustaba más tenerla para mí solo.

Aquel verano nos fuimos de vacaciones a la Riviera Maya. No había estado nunca allí. En México sí que había estado ocho o diez veces por trabajo pero nunca había tenido tiempo para acercarme hasta Cancún. Ella escogió el hotel, el Paraíso de la Bonita. Nos dieron una enorme habitación en la que, por las mañanas al abrir la puerta de la terraza, quedábamos inmersos en la luz y en el olor del mar Caribe. Fueron diez días maravillosos en los que ella disfrutó de los ritmos caribeños mientras que yo me tomaba una margarita en la barra del bar o sentado en una mesa mientras la veía bailar.

Aquel año me apetecía celebrar el fin de año en Vaqueira. Esquí, una buena cena de fin de año, baile. El parador nacional era el sitio ideal para todo ello. Era septiembre y aún notaba el olor de México cuando pensaba yo en todo ello y también cuando ella me dijo que le apetecía pasar el fin de año en la nieve. Hacía mucho que no iba a Vaqueira y le gustaría volver. Hicimos la reserva de inmediato.

A principios de octubre tuve un problema económico algo importante. Me llamo el director de la sucursal de Caixa Catalunya para decirme, en pocas palabras, que iba a pierden casi la mitad de los 80.000 euros que había invertido en subordinadas. A nadie le gusta perder tanto dinero aunque suponga una pequeña parte de sus ahorros. Ella no sabía nada, nunca le había comentado nada de mi economía ni de mis ahorros o inversiones. Al llegar a casa me preguntó ¿que te ha pasado con el banco? No le contesté, no estaba de humor, pero esa pregunta me hizo reflexionar profundamente pues había habido ya demasiadas coincidencias. A partir de aquel día hice lo que no había hecho con ninguna de mis mujeres que no era otra que analizar cada frase que me decía. Al poco llegué a una primera conclusión y es que ella no era tan frívola como yo había creído o como ella había querido que pensase que era. La segunda conclusión era más inquietante pues siempre adivinaba mi pensamiento y, cuando digo siempre, quiero decir siempre. Lo hacía de forma hábil, de forma que no se notaba apenas salvo en contadas ocasiones en las que pretendía impresionarme. Entonces, añadía un “oh mi amor, ¿te das cuenta que siempre pensamos lo mismo?” Muchas veces la cosa era tan simple como estar pensando en llenarme el vaso de vino y al momento hacerlo ella; tener ganas de escuchar música y oír como mi canción favorita sonaba en el equipo de música; tener frío en la cama y notar como me tapaban en mitad del sueño; preguntarme que habría para comer y sonar el teléfono y oír su voz diciéndome ¿te apetece fabada para comer hoy? Así continuamente hasta el punto en que se convirtió en una obsesión.

Un día, mientras que iba a visitar a un cliente, la vi entrar en un portal. Era un sitio extraño y a aquella hora se suponía que ella estaba con unas amigas tomando un té con pastas. Entre, con sigilo, tras ella en el portal y vi como cerraba la puerta de un viejo ascensor. Corrí escaleras arriba hasta que le vi parar. Me escondí en un recodo de la escalera y la vi llamar a una puerta y como un hombre la recibía con cariño y la hacía entrar en su casa. Atónito me quedé esperando hasta que salió media hora más tarde. Pude oír claramente como él le preguntaba si creía que él (hablaban de mí sin duda) tenía alguna sospecha y como ella le contestaba que él no se había dado cuenta de nada desde el primer día, y que ya estaba deseando que todo esto se acabase. ¿De que hablaban exactamente? pensé, mientras que ella se iba en el ascensor. Por la noche le pregunté como le había ido con sus amigas. Me miró de forma muy extraña, como si supiese lo que yo estaba pensando, y empezó a explicarme una larga reunión alrededor de unas tazas de té. Sin llegar a terminar empezó a sollozar de golpe y se fue corriendo a tumbarse en la cama. Aquella noche dormí en la habitación de invitados.

La obsesión iba en aumento. Cada día estaba más convencido que todo el amor que me había demostrado no era más que una trampa por la que ella me había inducido a entrar. La situación se iba haciendo cada día más insostenible. Apenas hablábamos cuando estábamos juntos. De reojo veía su mirada asustada que no hacía más que confirmar mis sospechas. Ella intentó explicármelo. Empezó diciéndome que lo del piso al que iba no era lo que yo pensaba pero, no le dejé decir ni una sola palabra más. Estaba enloquecido y aquella noche, después de dar mil vueltas en la cama, tomé la decisión final. Me levanté, entré en su habitación y agarrándola por el cuello con las dos manos apreté con todas mis fuerzas. Ella abrió los ojos, con mirada incrédula, sorprendida porque no había podido leerme el pensamiento a tiempo, intentando decir algo pero, no pudo.

Me vestí, dispuesto a acabar de una vez con todo y me fui a casa de su amante. El que fuesen las cuatro de la madrugada no fue obstáculo para que llamase con estrepito, primero desde una la portería, y después ante la propia puerta de su piso. Al verme me preguntó que quien era, que qué quería a esas horas de la madrugada, que quién me creía para montar semejante alboroto. Sin mediar palabra lo agarré por el cuello con todas mis fuerzas pero, él era más joven y más fuerte que yo, y sin demasiados esfuerzos me tiró al suelo. ¿Qué coño quiere? ¿quién es usted? me preguntó. Lo sé todo, le dije, sé que estás complicado con ella para quitarme todo el dinero, para matarme. ¿Ella dijo? ¿Ella? ¿Ella, dice usted? Sin levantarse de encima mío, me explicó que ella era una paciente a la que estaba intentando curar de una extraña enfermedad que hacía que adivinase el pensamiento de la gente. Que ella lo había usado toda su vida para lograr lo que deseaba pero, que ahora le era imposible vivir conmigo con ese poder, que era un infierno saber siempre lo que yo estaba pensando: lo bueno y lo malo; que sentía celos cuando sabía que me gustaba una mujer a la que yo estaba mirando; que se entristecía cuando yo pensaba en las arrugas de su cuello; que no le gustaba no poder improvisar su cariño pues siempre tendía a hacer lo que yo pensaba que me gustaba en aquel momento; que me quería tanto que necesitaba perder ese don para poder seguir queriéndome y viviendo a mi lado. Al oírlo empecé a llorar y lo hice como no lo había hecho desde que era niño.
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